miércoles, 29 de diciembre de 2010

Besando ranas


Qué bueno. Acabo de leer que para encontrar a tu príncipe -o princesa- azul hay que conocer antes a un número determinado de aspirantes a media naranja. Así, con las estadísticas en la mano, la estrategia óptima sería rechazar primero al 37% de los pretendientes antes de decidirse por uno solo para toda la vida. Algo que ya intuíamos todos pero para lo que no teníamos una medida exacta. Ahora la fórmula se presenta como imbatible, ya que, según los especialistas en psicología evolutiva de la London School of Economics, "no se trata sólo de ciencia, sino que responde a pruebas absolutas, a matemática pura".

Visto de esta manera, los habitantes de un pueblo pequeño tienen más posibilidades de encontrar el amor que los de una gran ciudad, ya que, por ejemplo si una mujer vive en una población de 50.000 habitantes puede esperar conocer en toda su vida a 10 maridos potenciales. Así que sólo tendría que rechazar a los primeros cuatro candidatos para encontrar a su pareja matemáticamente ideal. Pero si esta misma mujer viviera en una ciudad como New York, tendría que dejar plantados a 369 pretendientes (de 1.000 maridos potenciales) para dar con su media naranja. Qué agotador, ¿no? Eso explicaría por qué las personas se casan más tarde en las grandes ciudades y por qué hay más solteros en ellas que en los pueblos. Y también explicaría el éxodo a las grandes urbes, que a nadie le gusta quedarse sin probar :-).

Y hay a quien esto le parecerá romántico. Convertir el amor en una fórmula matemática es de locos. Pero la visión de que hay una sola persona (en un planeta habitado por más de 6.000 millones de seres humanos) para cada uno de nosotros es todavía más absurda. Así que, al menos, la estadística nos da más para elegir. Está claro que cuanto más prueba uno, más sabe lo que no le gusta.

De todas formas, el azar es el encargado muchas veces de provocar encuentros y desencuentros, con lo cual hay personas que tienen la suerte de salirse de las estadísticas. Aún así, las relaciones luego sólo dependen de lo que uno haga con ellas, de lo que sepas dar y lo que hayas aprendido a esperar. Y menos mal que esto es así, porque si dejáramos el amor en manos del destino, cuántas veces podría pasar a nuestro lado sin ni siquiera darnos cuenta. Se me ponen los pelos de punta sólo de pensar que el tren no sólo pudiera pasar una única vez en la vida sino que tal vez no tuviera parada en mi estación. Menudo estrés.

Prefiero pensar que si la cosa funciona es porque uno ha puesto toda la carne en el asador por alguien que cree que merece la pena, que no existen príncipes a los que esperar ni una única princesa a la que amar. Que el amor crece si nosotros hacemos lo posible por que sea así. Al fin y al cabo, nadie dijo que esto fuera fácil y seguramente nadie quiere que lo sea.

Pero como la pasión es siempre fusional, tenemos bien arraigada en la conciencia (más bien en la inconsciencia) la ilusión del otro que nos completa, alguien con quien mimetizarnos y con quien podamos ser "dos en uno". Y eso, que se sepa desde ahora mismo, no es más que una reminiscencia que yo llamo 'uteral'; es decir, que proviene del vientre materno. Una especie de nostalgia de aquel tiempo en el que fuimos dos corazones latiendo al tiempo. Suerte tenemos los que navegamos en aguas revueltas de un embarazo traumático y un parto complicado, que aunque no tuvimos la oportunidad de experimentar semejante fusión intrauterina, nos libramos ahora del sentimiento de soledad existencial que aqueja a todos los que, habiéndose sentido amados y protegidos en el vientre materno, buscan el amor eterno entre príncipes de cuento.

A mí es que nunca me ha gustado besar ranas.